¿Dónde quedaron los canastos de mimbre y las mochilas de fique para hacer mercado, antes que las bolsas plásticas se pusieran de moda y se convirtieran en uno de los objetos más contaminantes del medio ambiente?
¿Dónde están las máquinas para moler café o el maíz para preparar las arepas que cada mañana amorosas amas de casa ponía en la mesa a su esposo y numerosos hijos que salían bien temprano, él a su trabajo en la fábrica o la labranza, ellos a la escuela?
¿En qué cuarto de san Alejo, armario, terraza, patio o garaje están aquellos objetos que hicieron tan agradable la vida en el pasado y facilitaron las tareas, que hoy son cachivaches de los que poco se acuerdan?
Las planchas de carbón para quitar las arrugas de almidonados trajes de los señores y vestidos suntuosos de las damas, la camisa y el pantalón de dril del trabajador, que junto a las alpargatas componían su atuendo de hombre de pueblo, y el camisón de su mujer.
Las lámparas de kerosene y de Coleman para alumbrar las oscuras y calladas noches de tantos pueblos y en nuestros campos, a cuyo alrededor se sentaban los viejos a narrar esas picarescas historias que los adultos disfrutaban y tanto aterrorizaban a los niños adormilados sobre el regazo de sus madres.
Vinieron nuevos tiempos y la modernidad trajo artilugios que permitieron hacer la vida más llevadera, aunque en un principio no todos pudieran acceder a ellos, como los teléfonos y sus distintas gamas, el fax, la televisión, las neveras, tocadiscos, lavadoras, entre infinidad de electrodomésticos.
La leche se empezó a comprar pasteurizada en el supermercado y ya no la traía el lechero en grandes botellas de vidrio, tampoco se volvió a comprar leña o carbón para la preparación de los alimentos en viejas cocinas, porque las desplazaron las estufas a gas o electricidad.
Son muchos recuerdos y nostalgias de nuestros abuelos, quienes vieron pasar décadas de gloria pletóricos de alegría y juventud, quienes como el poeta cartagenero Luis Carlos López, recrea esos tiempos en su poema ‘A mi ciudad nativa’. Noble rincón de mis abuelos: nada como evocar, cruzando callejuelas, los tiempos de la cruz y de la espada, del ahumado candil y las pajuelas... Pues ya pasó, ciudad amurallada, tu edad de folletín... Las carabelas se fueron para siempre de tu rada... ¡Ya no viene el aceite en botijuelas!
Así como el inventario que hizo el poeta Gustavo Gómez Ardila de sus más preciadas pertenencias, que guarda con celo en el cuarto de San Alejo y de las que por nada del mundo quiere desprenderse, sin importarle las reprimendas de su mujer: “O se lleva esos cachivaches o los tiro a la calle. Mi mujer estaba brava. Seguramente se levantó con los chiros al revés o con el pie izquierdo”.
En el cuarto de atrás, en su casa, el profe Gustavo guarda un baúl de madera, pintado de un color indescifrable, tal vez verde, o quizás gris, el que le sirvió, según cuenta, para llevar al internado en sus años del bachillerato.
“Las bisagras y la chapa de la llave estaban oxidadas, y la tapa estaba desprendida del resto del baúl. Dentro del baúl había cartas de las que en ese tiempo yo les mandaba a mis papás, pidiendo plata para comprar libros y cuadernos, y para las onces. Había un cepillo para limpiar el saco de paño del uniforme de los domingos ir a misa. Y un marranito de barro, que alguna vez sirvió de alcancía. Pero por la barriga, el animalito había recibido una puñalada trapera por donde alguien, tal vez yo mismo, le sacaba las monedas, dejándolo exhausto, de muerte, inservible. Encontré un libraco viejo, deshecho, al que le faltaban muchas hojas y otras habían sido devoradas por los comejenes, un libro pasado de moda, que nadie lee y muy pocos recuerdan: Urbanidad de Carreño”.
Entre los haberes que el poeta atesora hay otro cachivaches, como la máquina Sínger de coser, que perteneció a su mamá, en la que pegaba remiendos y botones. Era de manivela, para poner encima de una mesa.
Un molino que servía para moler café tostado y el maíz de las arepas y el de los tamales decembrinos y el de la chicha de las fiestas.
Una máquina de escribir, portátil, “donde escribí mis primeros versos y los acrósticos que les hacía a las muchachas. Las máquinas de escribir fueron vencidas en desigual batalla por las computadoras y los celulares. Siento nostalgia al reencontrarme con mi maquinita de escribir, llena de polvo y de telarañas. Ahora me ha dado en pensar que mi vieja máquina murió de tristeza y de abandono”, dice el bardo de Las Mercedes.
Otra de sus posesiones es una desvencijada bacinilla de peltre con flores pintadas por todos los lados, como si fuera un florero. El sueño de las madrugadas se interrumpía cuando en las habitaciones de la casa de infancia, empezaban a escucharse los chorros de quienes las usaban para no tener que ir al solar a aliviar sus vejigas, relata.
Y “una plancha de brasas con la que mi mamá todos los viernes nos arreglaba la ropa del domingo y la semana siguiente. Como vieron, no encontré nada para botar, porque ¿Cómo se botan los recuerdos?” En esa larga lista de cosas o cachivaches que parecen inútiles “que no sirven pero que no se quieren tirar”, como dice una autora mexicana, están el teléfono fijo que quedó rezagado por los teléfonos inteligentes (smartphone), “que sirven para todo”, según el común de la gente, al combinar las funciones de un teléfono celular y de una computadora. En ese orden también el fax se ha convertido en un objeto inservible.
La radio portátil es otro de esos elementos a los que el tiempo les ha ido pasando factura, siendo en sus mejores momentos la posesión más preciada de una casa, que reunía a la familia y amigos para los programas musicales, radionovelas y otros espacios de entretenimiento, partidos de fútbol y las noticias. La radio sigue siendo un medio de comunicación de masas, pero los viejos radios portátiles que se llevaban a todas partes, están en uso de buen retiro.
Los despertadores que tanto perturbaron nuestros sueños, aquellos de campanita cuyo ruido taladraba anunciando que ya era hora de la levantada para el colegio, también está en la lista de los que ‘pasaron al papayo’, sustituido tristemente por el teléfono móvil que hasta para sacarnos del más profundo sueño sirve.
La lista se alarga con los directorios telefónicos, las cámaras fotográficas, las máquinas de escribir y hasta los relojes de pulso, porque con los celulares también se sacan buenas fotos, se escribe, vemos la hora, el estado del clima y muchas otras previsiones. En fin esos objetos que tanto sirvieron a la gente se convierten en cachivaches, sin embargo nos despiertan afecto y estamos unidos a ellos por nostalgia.