Cada uno tiene una sombra individual, pura, amiga, aliada con su destino y, como una campana silenciosa, repica en la intimidad, anunciando el don de la libertad y forjando la memoria buena.
Es leal, nos adhiere al tiempo espiritual con su genialidad de expandirse y contraerse, y va al final del pasado, al comienzo del presente, o siembra estrellas de porvenir en el pensamiento…a la vez.
Y se camufla en un claroscuro (grises y negros), para proteger, disimuladamente, los colores de las ilusiones, enseñarnos a atrapar sueños en el viento y a hacer la corte al alma, para que descienda al corazón.
A veces no la percibimos, pero, una vez advertida, sus signos milagrosos se integran a los sentimientos y, con una bondad indefinible, ensanchan los límites de nuestros finales, para comenzar de nuevo.
Y esconde –siempre– la belleza que nos consuela, como una joya seductora que quiere fluir, así como los pájaros invitan a las flores cantando madrigales, o la naturaleza se evidencia, majestuosa, en la lluvia serena.
En ocasiones, nuestra sombra se topa con otras, cuando median la música o la soledad cede un poco, pero, es mejor que continúe sola, en su timidez, como un ocaso en retirada, o, así como el ayer es semilla de cada amanecer.
La mía tiene una nostalgia transferible y, cuando conversa conmigo, me muestra una verdad única que debo desdoblar y guardar, en secreto, regando los pliegues de mi esperanza con un rocío de recuerdos.
(Teorema: Al morir, las sombras se vuelven jirones del tiempo e ingresan al infinito como una recompensa, a largo plazo, por haber imaginado la inmortalidad…)
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