Cuenta la leyenda que Salomón tenía una sortija con la cual podía leer el lenguaje de los pájaros y descifrar los azares que le iba proponiendo el destino, con un sentido ilusorio para captar la magia.
Y que aprendió a inventar el tiempo, el pasado y el porvenir, a evocar memorias y adivinar las sombras, con paciencia, porque quería ser el más sabio del mundo, alcanzar el infinito, e ir a lo imposible.
Ese es el secreto del alma, sentir imaginando, colorear los verbos íntimos -como los niños- y alojar la eternidad en una de esas líneas oblicuas que saludan a las estrellas con una mudanza de ilusiones.
La belleza, por ejemplo, comienza a sembrarse en una aurora, o en un crepúsculo, a cultivarse en el pensamiento, desdoblarse en su pureza y dotar de raíces espirituales al corazón, intercambiando virtudes.
Y filtra las gotas sentimentales, inéditas y sugerentes, antes de que el rocío baje a regar el camino que conduce a donde las cosas bonitas caen, sin derivaciones ni despedidas, sólo con instantes sublimes.
El olvido y el recuerdo hacen alianza con el silencio del sonido, el espacio sin huellas y el tiempo abstracto, aquellos intangibles que son como la placidez de la brisa lenta, la lluvia serena, o un sueño fugaz buscando asilo en el futuro.
Y el horizonte se sienta a tomar café con nosotros en el balcón, a conversar de viejos guerreros nórdicos, de amor, de mares, ríos y selvas, de distancias donde no existe la palabra adiós y a enseñarnos la sabiduría de la nostalgia.
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