La consciencia se asemeja a un caracol, al recogerse en pausas para acopiar ilusiones, dotarlas de belleza y sembrarlas en un rastro de nostalgias bonitas que se van enhebrando en el corazón.
En el fondo, es más afectiva que lógica y posee una resonancia espiritual que hace florecer el pensamiento, conmover la piedad y despertar hacia una intimidad natural que apacigüe la incertidumbre.
Tiene por aliados al tiempo, la soledad, el silencio, la música, el estudio, la meditación, la paciencia, en fin, los complementos necesarios para inspirarnos a vigilar, incesantemente, nuestra evolución hacia la serenidad.
Se cuelga mansa de las alas de aquellos pájaros azules que pasean por el alma y la irrigan con principios sabios, con una lucidez que da sosiego a las emociones y las conduce, de la mano de la paz, a la esperanza.
La consciencia nos muestra nuestro deber ser en la sencillez de un arroyuelo, en la alegría de una mariposa, en la magia que ocurre a la sombra de un árbol, en la conversación del viento, para narrarnos una ética autónoma.
Y sabe animarnos a juzgar nuestros propios actos, con benevolencia y mesura, pero, a la vez, con la libertad responsable de corregir desaciertos y emprender retos de superación, con la única licencia que requerimos, la de nuestros sueños.
Es perseverante en clarificar el bien y el mal, en orientar y equilibrar los tiempos del destino, en abonar con sensatez los surcos de nuestros sentimientos y cultivarlos en el arte, como una jardinera de ideales.