Vivimos tiempos de cambios, de descontrol. Sentimos que se derrumba lo que ayer no más parecía sólido, con vocación de permanencia. Muchos creemos que es la decadencia de Occidente, un proceso lento iniciado a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, cuando los Estados Unidos irrumpen con fuerza en el escenario mundial, ocupado hasta entonces por una Europa burguesa y capitalista que venía de vivir sus años de esplendor final; irrupción que se consolida en la posguerra del 45.
Mirando lo que se vive hoy en el mundo, es dable pensar que la era norteamericana es el canto de cisne de Occidente, mientras despierta el gigante chino con la decisión y la capacidad para generar una nueva era, la del Oriente. A los valores y la cultura norteamericana, resumidas en el superficial y anodino "american way of life", probablemente les faltó más tiempo para madurar, para decantarse. Se impuso el poderío material y económico, la búsqueda afanosa de la riqueza a costa de empobrecer la vida, privándola de su sentido pleno. Como dijo Pablo VI, la humanidad se confundió y buscó tener más riqueza material, sacrificando el ser más en términos humanos.
El resultado es el mundo en que hoy vivimos, donde el poder de lo material se impuso a costa de empobrecer el sentido de vivir; podemos decir que lo material empobreció la vida y agudizó las desigualdades, la inequidad y la violencia, dándole la espalda a la necesaria convivencia, fundamento insustituible de la vida en sociedad.
La abundancia material plena "de cosas", y los continuados avances tecnológicos en vez de liberar del acoso de la necesidad, nos esclavizó con la trampa de necesidades creadas y consumos impuestos, a la par que aumentaba la desigualdad y la exclusión, con el resultado de empobrecer y no de enriquecer la vida, de esclavizar y no de liberar.
Atrás quedó la familia extensa, con su estructura intergeneracional que acogía y articulaba generaciones y experiencias de vida, donde el trabajo del campesino, del artesano, del pequeño tendero "de la esquina" y del obrero con trabajo estable, era más que ganar un sueldo pues aún en medio de la precariedad económica, le daba cierta organización, seguridad y sentido a la vida. Va surgiendo en Norte América, en ese desierto afectivo, una sociedad que le dice no a los niños y sí a los perros y gatos.
El trabajo, como consecuencia de los cambios en una economía de grandes empresas operando en un mundo crecientemente globalizado y tecnológico, se va haciendo más especializado y no permanente, perdiendo las raíces y las seguridades/perspectivas de futuro que antes tuvo. Hasta la religión se vuelve un negocio con predicadores empresarios, donde la riqueza no es de la organización sino de esos empresarios vueltos predicadores, vendedores de una pseudo felicidad, barata y mentirosa. La educación es reducida a técnicas para enriquecerse como emprendedor.
Los cambios en curso, traen una pregunta, ¿qué traerá la era China? Parece que más disciplina social y un capitalismo de estado que garantice un mayor equilibrio social, en un régimen donde la disciplina al servicio de la gran potencia, limitará la libertad individual, sometida a un interés o propósito general.
Al mismo tiempo, van surgiendo propuestas alimentadas por los excesos de la globalización y de mercados no regulados, imbuidas de cierta nostalgia del mundo de ayer - local, comunitario y de familia, de vecinos -, como reacción al cosmopolitismo imperante, humanamente empobrecedor. Es la riqueza concreta, que satisface necesidades igualmente concretas, salida de la entraña del taller y del surco, no la especulativa de las bolsas de valores. Es un regreso al territorio, a la nación, a la región con su color, olor y sabor propios y definidos, en la búsqueda para recuperar "mojones de identidad" como antídoto contra la indeterminación en que se sumió la sociedad, alejado del cosmopolitismo que se respira en un hotel de cinco estrellas de cadena internacional.