En diciembre los colores bajan a pintar de ilusiones el porvenir, mientras los ángeles se sientan a tejer una red azul, para congregar allí la profecía que viene -de tan lejos- a anunciar la eternidad, con bandadas de pájaros migrantes.
Y a la luz le gusta colgar sus sueños en faroles, reflejarse en las velas que brillan con sus pábilos en la sonrisa de los niños, aquietarse en la mirada tierna de los viejos y susurrar la delicia de una oración ingenua.
Surge, así, el amor de María, con el don de acopiar semillas que nos consuelan y bendiciones para nuestra alforja, como reservas de una promesa maternal, o un fragmento de cielo, que nos aliviarán siempre.
Una virgen sencilla, bonita y santa viene a disipar las sombras del camino, a jugar a la ronda, a entonar villancicos que inspiran paz y a sentir el eco de campanas legendarias repicando en los corazones.
La Inmaculada Concepción trae una ofrenda de flores en su manto y las va esparciendo como una ruta de esperanza para emprender, asidos de su mano, y de sus pliegues, el ascenso por una bondad luminosa.
San José la acompaña, siempre en silencio, sembrando las huellas de Dios en los recuerdos, hilando la fantasía del viento con suspiros de estrellas, para esperar la navidad con una nostalgia grata.
La Fiesta de las Velitas es una vigilia de fe, una elegía de libertad, el murmullo de una historia espiritual que nos inspira, como misioneros de nosotros mismos, hacia un peregrinaje a la inmortalidad.