La palabra ilumina las sombras con una inspiración que se torna sol de la memoria y crepúsculo espiritual, para refugiarse en el regazo de esa sabiduría, bella y virtuosa, que surge de la perfección del lenguaje.
Y conduce a un tiempo interno, puro, que nos asoma a los umbrales azules de la intimidad para salir a narrar al mundo los sueños, mientras la luna deja caer en ella pedacitos de nostalgia mojados de estrellas.
Se vuelve caracol para girar en torno a la fantasía, con esa genialidad del arte que nos estampa el alma y la cubre con un rocío mañanero, para regarla con el matiz lento con que se adorna una joya que anhela ser admirada.
Es la única capaz de describir cómo un colibrí enamora la flor o una mariposa se despliega al viento, pasea por el jardín y se extasía con su aroma, hasta cerrar la puerta del día y reclinarse en el recuerdo.
Revela el secreto que poseen los sentimientos para cultivarse en el corazón, con la placidez de un camino de primavera y la huella que deja un hilo al tejer la ceremonia de una red parecida a la melancolía.
Se trepa por el arco iris y colorea un alfabeto que no sólo es de humanos, sino de pájaros, de antiguos barcos surcando mares, de caravanas, de duendes descorriendo velos, de horizontes que quieren reflejarse en su esplendor.
No sé qué hubiera hecho sin ella para conversar con mi soledad, al ritmo del silencio, o atrapar el azar que quiere ser real en mi imaginación, mientras mi pensamiento se duerme enredado en unas trenzas.