El 11 de septiembre de 1973 para Chile y América Latina no es una fecha más. Ese día no se nos olvida: una tragedia de la que mucho podemos aprender. Y en lo político, ni que hablar.
Lo que entonces vivieron los chilenos, nos plantea preguntas fundamentales para las cuales no hay una respuesta definitiva: ¿Es posible hacer cambios significativos en la sociedad, en el marco de procesos democráticos, que permitan transformar y no simplemente conservar lo existente? ¿Es posible conciliar la necesidad social de cambio con la de estabilidad?
El Chile de entonces contaba con una clase media fuerte que se consolidaba; un Estado igualmente fuerte y un sistema de partidos sólido. Era un país en proceso de modernización acorde con el modelo económico cepalino, impulsado por el gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei; los cambios iniciados se radicalizaron y apresuraron en el gobierno de su sucesor Salvador Allende, que desembocó en el fatal golpe militar. La génesis de esa tragedia política, social y humana señala errores en el manejo político, originados principalmente por el afán de hacer la revolución en todos los frentes y de inmediato.
Chile con su sangre, dejó en claro que en política no hay nada más peligroso que las posiciones vacilantes e imprecisas de los gobiernos ante sus propuestas de cambio, que confusas y sin dialogo ni concertación terminan disparando las alarmas políticas y sociales, generando enfrentamientos entre quienes se frustran porque las reformas prometidas ("la revolución") no se está dando y los otros, porque al no entender el alcance y aún el sentido de los cambios planteados, se radicalizan para atravesárseles, incluso por medios violentos.
Al respecto, la experiencia chilena fue fatal. Todo empezó con una coalición, la Unidad Popular, compuesta por una serie de partidos, que iban desde una social democracia de centro izquierda conformada por partidos consolidados y con tradición, los radicales y sectores del Partido Socialista, hasta pequeños partidos de una extrema izquierda utópica, desenfocada de las necesidades, posibilidades y límites reales de los cambios en el país, que soñaban con "la revolución para ya"; y un Partido Comunista curtido en las lides políticas que en ocasiones, hacía de fiel de la balanza.
Para rematar, las decisiones debían adoptarse por unanimidad, lo cual le agregaba a la heterogeneidad de la composición de la coalición, la dificultad enorme para decidir, cuando ya fueron gobierno. El resultado, la dictadura de los pequeños, de los más radicales, el MIR y el ala de izquierda radical - el MIC y el MAPU - que se escindió de la Democracia Cristiana, partido que sin ser de la coalición, con sus votos en el Congreso le dio la mayoría necesaria a la UP para refrendar la elección de Salvador Allende, pero sin integrarse a la coalición de gobierno, que permaneció en minoría en el Congreso.
Quedan al menos dos enseñanzas para la situación política por la que atraviesa Colombia. La primera es que imponer propuestas sin buscar acuerdos, implica brincarse los principios democráticos, generando un escenario finalmente perverso tanto para el cambio buscado, como para la democracia en general. Termina imponiéndose un unanimismo mentiroso, propio de los regímenes autoritarios, en los que solo puede haber una sola voz y una posición única e inapelable, que no se discute, se impone.
La segunda, que la lucha de clases puede ser una categoría explicativa de determinadas confrontaciones y dinámicas sociales, pero que cierra el espacio a la negociación, al acuerdo democrático, abriéndoselo a la violencia y reduciendo a la sociedad y a sus procesos, a la dinámica simplista del maniqueísmo, amigo /enemigo, víctima/victimario, que puede ser útil en un escenario de guerra o de conflicto abierto, pero que mata la vida democrática, que se sustenta en la convivencia entre diferentes. Vivimos en Colombia, en América Latina y en el mundo una época donde el pluralismo desaparece y se han vuelto a encender las hogueras para quemar a los infieles, como en los períodos más oscuros del medioevo.