Uno mismo debe ser su propio camino, asomarse al horizonte, dar adioses y bienvenidas al amor, anhelar un paisaje dónde sembrar distancias y despedirse, de cada crepúsculo, con una ilusión mayor inscrita en su alma.
Es que los caminos poseen una semejanza a la luna, o al sol, cuando avanzan o retroceden detrás de nosotros, a las leyendas que se refugian en la corteza de los árboles, o a la bondad del tiempo alojando secretos de vida.
Y debe aprender a escuchar el rumor del recuerdo, el canto de los pájaros, el arrullo del rocío del amanecer, las hojas secas quebrándose bajo los pasos, o el aroma de alguna rosa escondida entre sus espinas guardianas.
Los duendes del destino se asilan en sus recodos en horas especiales y, cuando se sientan a conversar, tejen señales para dejarlas revolotear en los cruces veredales y sugerirnos haces de luz colgados de su lejanía.
Y la belleza se esconde en las soledades, en los frailejones de un páramo, en un jardín donde se canta la seducción de un colibrí fecundizando flores, o en unos ojos bonitos que parecen faros exiliados en el azar.
El viento se vuelve un suspiro vestido de libertad y comienza a andar, no importa a dónde y, de vez en cuando, se detiene para asignarnos sendas cortas, o largas, según el azul de sus estrellas o el silencio de sus nubes.
Los caminos se camuflan de ausencias, evocan voces amigas y caracoles lentos de nostalgia, para que el pensamiento se una al espíritu y esperen, juntos, los designios andariegos del corazón. (Olvidaba decir, que no tienen puertas…)
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