La proliferación de partidos o sería más preciso decir, de personerías jurídicas, claramente no es un signo de fortalecimiento de la democracia. Todo lo contrario, es síntoma de que su estado es grave; esta invasión de nuevos partidos es comparable a la de las células cancerosas en el organismo humano. Su origen está en un estreñimiento político que se apoderó de la política colombiana como consecuencia de la cerrazón que el bipartidismo, herencia del siglo XIX, le impuso a un país en construcción, una construcción básicamente espontánea y adelantada al impulso de intereses de distinto signo actuando en un escenario enormemente diverso y huérfano de normas, con la presencia de una autoridad débil y muy frecuentemente corrupta.
Para superar esa situación y lograr sintonizar al Estado -sus instituciones y formas de actuación- con las nuevas realidades nacionales y bajo la presión ciudadana, finalmente se acordó hacer una reforma constitucional, reclamada por más de veinte años. Las condiciones, posibilidades y necesidades creadas con los acuerdos de paz, especialmente con el M19, finalmente le abrieron el espacio de opinión al movimiento de la Tercera Papeleta que reclamaba una constituyente; y así fue.
Esta, una vez elegida, aprobó la expedición de una nueva carta. Prioridad central era enterrar el viejo bipartidismo y abrirle la puerta al pluralismo político y partidista. Decisión acertada y necesaria, tergiversada luego por la acción de la vieja política incrustada en el Congreso, desde donde inició la tarea de cortarle alas a novedades constitucionales transformadoras, para adecuarlas a sus necesidades. Se pasó del bipartidismo a cuya sombra se habían movido los intereses particulares de políticos y camarillas, a su fraccionamiento por no decir atomización, abriéndose el espacio a las microempresas electorales, contundente negación de lo que debe ser un partido que merezca ese nombre, reducidas a ser entidades con dueño y a su servicio. Rápidamente se convirtieron en verdaderas fábricas vendedoras de avales.
Y en esas estamos. Al calor de la temporada electoral, han brotado decenas de nuevos partidos, auspiciados por una autoridad electoral complaciente, de la cual lo menos que se puede decir es que "su generosidad" arriesga matarla. La discusión ahora no es en torno a ideas y propuestas, sino de avales con su entramado de negociaciones.
Esa "explosión democrática" alimentada por el billete, genera un aumento de la apatía ciudadana por la política, en momentos en que cada vez es más claro que el cáncer de Colombia es su crisis profunda, que arrastra y alimenta el otro mal de la sociedad, un segundo cáncer, una corrupción que invadió al cuerpo político y de ahí se irradió al Estado a través del presupuesto y de la contratación, haciendo metástasis en el conjunto de las entidades y actividades de la sociedad, con la fuerza destructora de una manzana podrida, localizada en su corazón.
Política corrupta que afecta directamente a los sectores más pobres; los dineros no son robados a los ricos sino, en buena medida, a los presupuestos de los programas sociales y de desarrollo, estructurados para atacar la pobreza y la exclusión. El caso más claro y escandaloso es el robo de los dineros para los almuerzos de niños pobres, muchos de ellos desnutridos. Definitivamente, la capacidad de la maldad humana puede no conocer fronteras.