La felicidad no es de ruidos, sino de silencios, y no es de amigos, sino de soledades valiosas que se juntan, de cosas sencillas y sentimientos elementales, de momentos admirables -y fugaces- que se enraízan en la memoria.
Sus vísperas son eslabones de luz que se encadenan, ingenuos y bondadosos, con esa inteligencia de las emociones, para dotar el alma de una ética propia, intelectual, apta para un canje azul con nuestra libertad.
Y es de cristal, como una ventana iluminada de serenidad que se refleja en el corazón, cuando la placidez interior le asegura un lugar amable, como hace el sol, al desvanecerse en una cumbre aliada y posarse en la tarde.
Pareciera ser un exilio imaginario que añora aquella infinita pureza del pensamiento, donde hay siempre un aliciente temporal para volver, únicamente, a sembrar semillas de esperanza y cultivar un sueño.
Es errante y peregrina, va y viene sola, con la íntima humildad de la resignación, acepta su destino póstumo, pero, enciende el viento al toparse con una brizna de fuego y surgir, encantadora, con una sonrisa luminosa.
Tiene la sabiduría de lo simple y una deliciosa certidumbre que nos inspira, en los intervalos de las estrellas, a trepar por sus hebras de tiempos viejos que son como trenzas bonitas, hechas de recuerdos.
A todo eso viene la felicidad -de vez en cuando- a restaurar nuestro espíritu y labrar en él una querencia nueva, para ascender a la plenitud con una ilusión de colores…inocente, necesaria y romántica. (Moraleja: Sí se puede vivir de ilusiones…doy fe).
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