Ser espiritual es percibir el mundo desde una heredad imaginaria, con la sensación de ser uno un náufrago con anhelo de infinito, para tratar de asirse a la madera que llega con la deriva del destino o a una sonata que baja de las estrellas.
Si la misión fuera sólo soñar, y luego pensar, el afán de vivir se nutriría de un sustento de auroras mágicas, dedicadas a limpiar el tiempo, como los arqueólogos cuando frotan antiguedades con sus brochitas delicadas.
El inconveniente de la espiritualidad es que se confunde con asuntos religiosos, santidad y tantas cosas distintas a su verdadera magnitud de ser un profundo, e íntimo, asomo de la eternidad a los sentimientos humanos.
Su verdadera razón es ser intermediaria entre el bien supremo y el don de la inteligencia que intenta explicar -sin lograrlo- toda la bondad otorgada a una especie natural con límites mortales, demasiado estrechos.
Pero, aún así, somos arcilla en las manos del tiempo, una huella que se va marcando con las señales de cualquier añejo faro circular, que se reúne con el mar, en los crepúsculos, a contarse cosas pendientes.
Son relatos renovados con la música del viento, con el eco de la sabiduría que nos concede el pasado, con una nostalgia disimulada que procura entrometerse en las honduras universales, para coronarse de laureles y recuerdos bonitos.
Espiritualidad es soñarse uno mismo, rememorar la luz que era fuego y no pensaba ser ceniza, o el canto de un pájaro peregrino reposando en sus trinos ilusos, simulando ser un viejo (niño) ingenuo y solitario que, aún, no había profanado sus edades.