A los soñadores nos seduce un primor espiritual desconocido que, bondadoso, espera por nosotros, para enseñarnos a juntar fragmentos de belleza y a buscar en el viento la razón pura de la libertad.
Y madrugamos ansiosos de palabras, de música, de café, de esa magia del arte que descorre la incertidumbre y nos conduce por montañas, mares y desiertos, para escuchar el rumor misterioso de la lejanía.
Una coqueta puerta árabe, con arco de punto, sostenida por dos pilares, el romanticismo y el estudio, nos abre a una intimidad tal, que acoge cada suspiro del tiempo y nos inspira a colorear las sombras.
Nos gusta la mitología, la marcha triunfal de los dioses -como la de Aída-, y ellos se vuelven como de la casa y nos enseñan la esencia del amor, en una tímida fantasía azul tañendo campanas imaginarias.
La soledad nos acompaña en nuestro pequeño ambiente y el silencio nos deleita con la alegría de adoptar un sueño especial como cayado, para marchar peregrinos hacia el eco sublime del destino…
Algo indefinido nos entibia el alma, nos la ensancha y, al fondo, nuestras ilusiones se filtran por una luz difusa que nos asoma a instantes de perfección, ávidos de sabiduría e ideales de esplendor.
Es una melancolía maravillosa que sólo entendemos nosotros, que acude presurosa al llamado de los susurros de un horizonte que sonríe y -en mi caso-, me pregunta: ¿Necesita usted algo más…?