Homero Gómez fue hallado sin vida en un pozo. Mientras tanto, Filiberta Nevado no abandona la protección del bosque de Zacacuautla.
Cerca de uno de los incontables racimos de mariposas dormidas que cuelgan de los árboles, los compañeros de Homero sonríen con nostalgia al recordarlo.
“Él era una persona con mucho ánimo” y su fuerza permanecerá “en todos nosotros, no en uno, en todos, somos 260 y los 260 seguimos en esa misma línea de poder continuar los trabajos” de vigilancia y reforestación, añade Sánchez, de 40 años.
Estos centinelas, algunos armados con machetes, caminan hasta 20 km diarios día y noche cuidando que el ganado no se coma los oyameles y pinos recién plantados, y protegiéndolos de incendios y de los depredadores del bosque, a menudo vinculados con grupos criminales.
En el sendero turístico del santuario, también se observan policías.
Homero, quien había ganado reconocimiento internacional por su labor, también se dedicaba a gestionar recursos para la reserva ante autoridades ambientales.
“No me dejen el bosque solo. Ustedes cuídenme el bosque y yo busco recursos”, recuerda Juan González que les decía su colega.
Venciendo el miedo
Aunque la defensa del medio ambiente se tornó para ella en una sentencia de muerte, Filiberta Nevado, de 66 años, no abandona la protección del bosque de Zacacuautla (Hidalgo, centro). En octubre de 2020, un talador la abordó para decirle: “¡Si algo me pasa, te mato!”.
De larga cabellera, esta mujer guía a un grupo de periodistas durante un recorrido por las zonas más afectadas.
En la caminata, se constató la presencia de hombres con motosierras encendidas que abandonaron el lugar al ver a los reporteros.
“¡Esto es clandestino!”, exclama Filiberta, señalando decenas de troncos de árboles regados en el camino de terracería.
Más adelante, frente a decenas de tocones de árboles cortados, la activista explica que su lucha consiste en denunciar a talamontes, ayudada por llamadas de vecinos, aunque pocas veces las autoridades les hacen caso.
“Ahorita ya puedo estar aquí sin ponerme a llorar, pero me provoca una tristeza infinita, y no por mi generación (...), sino por las generaciones que vienen que sufrirán la falta de agua”, comenta.
Tras una conversación con otros pobladores sobre los últimos árboles derribados, advierte que las amenazas nunca la detendrán.
“No podría dejarme dominar por el miedo. No, más bien me domina la tristeza y la tristeza me mueve a hacer lo que sea”, afirma antes de volver a casa para cuidar a sus borregos.
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