Una cachama frita, arroz y ensalada quedaron servidos en la mesa de madera de una humilde finca de la vereda Campo Seis, en Tibú.
Era el almuerzo que, con amor y dedicación, había preparado una madre campesina para su hijo, a quien no veía desde hacía tres meses y que, por fin, había prometido regresar el 17 de enero de este año.
La llamada que había recibido su otra hija, la noche anterior, fue la alegría más grande que invadió el hogar, pues sería la llegada del ‘hijo pródigo’. Sin embargo, esa visita nunca sucedió.
La alegría no duró
Todo comenzó el 16 de agosto en la noche, a eso de las 8:40 de la noche cuando una llamada ingresó al celular de la mujer: era Henry Jaimes, su hijo.
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Aunque su mamá no contestó el teléfono, su hermana menor recibió la llamada y la puso en altavoz para que ella lo escuchara.
“Les tengo una sorpresa”, decía el joven al otro lado del teléfono. Su voz reflejaba la gran alegría que sentía por volver a ver su familia, después de haber estado ausente por tanto tiempo.
“Estaba muy feliz y eso también nos alegró muchísimo. Esa noche nos dijo que había llegado a Tibú y que al otro día, muy tempranito, pensaba arrancar en la moto para llegar hasta la casa”, comenta la mujer.
La hora de llegada estimada sería a las 10:00 de la mañana y, antes de colgar la llamada, pidió que le guardaran ‘almuercito’. Esa fue la última vez que escucharon su voz.
“Yo escuché todo lo que decía por el teléfono y mi alegría fue inmensa, iba a volver a ver a mi Negro. Al rato de eso fue que empezó como toda la pesadilla de la que todavía no nos despertamos”, relata.
A pesar que desde muy temprano se desataron los combates entre el Ejército de Liberación Nacional (Eln) y la disidencia de las Farc, no fue sino hasta la noche que los enfrentamientos se apoderaron de la vereda Campo Seis.
Según la mujer, “por TikTok era que nos dábamos cuenta de lo que estaba pasando porque ahí mostraban cómo se daban plomo por allá, veíamos tipos por ahí rondando pero ya todo se desató fue en la nochecita”.
Un par de horas más tarde, el resonar de las balas, ráfagas y granadas, interrumpió la felicidad de la familia.
Durante una hora tuvieron que vivir la zozobra y el temor de lo que escuchaban, a la par que se sentaban en un rincón a rezar el rosario para que el panorama se calmara.
“Pasamos una noche muy fea pero eso, la verdad, no me dañó la felicidad de ver al otro día a mi hijo. Así que luego de que pasó todo eso, al otro día me levanté como de costumbre y me dispuse a preparar el almuercito que tanto me pidió”, es el recuerdo de la atribulada mujer.
Pero en ese anhelado 17 de enero a esta madre golpeada por la crisis del Catatumbo le dieron las 10:00, las 11:00, las 12:00 y la 1:00 de la tarde, y su adorado hijo Henry Jaimes nunca apareció.
El día del desplazamiento
No bastando con la incertidumbre de no saber nada sobre su Negro, a las 2:00 de la tarde toda la familia tuvo que salir desplazada de su vereda ante la peligrosidad generada por los combates entre esos grupos armados organizados.
“Tuvimos que coger las motos, ponerles unas banderitas y salir de allá de la finquita. Venirnos para acá para el pueblo era la única opción que teníamos en ese momento. Se estaban llevando a la gente de las casas para matarlas, era una cosa que no se la deseo a nadie”, es la descripción que hace la mujer sobre el ambiente de guerra que se produjo.
Ese día, una caravana larga salió del territorio y llegó hasta el casco urbano de Tibú en donde estaban recibiendo a los desplazados y ubicándolos en siete albergues que se adecuaron por la situación para la que nadie estaba preparado.
Pero ni eso logró que ella se quitara de su mente el pensamiento sobre el paradero de su hijo, lo único que esperaba era saber lo que había pasado con él y nadie le daba ninguna razón.
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“A mí un señor me dijo que lo había visto en el camino, que la última vez que lo vieron fue en La Batea, eso es como en el camino para la casa. Pero después la moto de él apareció, me la trajeron hasta aquí, y de mi hijo nada”, relata entre lágrimas la víctima de este crudo episodio del conflicto armado.
En un video
Dos días más tarde de vivir en esa incertidumbre, uno de sus otros hijos, de los mayores, se le acercó y le dio una dolorosa noticia. “Él vino hasta el albergue con una cara de tristeza y me dijo que a mi Negro lo habían secuestrado, que había un video en el que aparecía junto con otras personas. Supuestamente se los había llevado el Eln. Ellos vieron el video y no me lo quisieron mostrar porque sabían que me iba a partir el corazón”, agrega.
Después de saber sobre su secuestro, la tristeza se apoderó de sus días, sumándose a la angustia y la incertidumbre de no conocer nada sobre su paradero.
Días más tarde, supo que a dos de las personas que estaban retenidas con su hijo las liberaron y se estaba cuadrando todo para que ella pudiera hablar con ellos y conocer dónde lo tenían o por qué se lo habían llevado, pero otra vez el camino se truncó.
“Al señor lo mataron en el barrio La Unión antes de que pudiera hablar con él y a la muchacha la dejaron herida en ese mismo ataque”, relata.
Ahora solo le queda aferrarse a la poca esperanza que le queda y la fortaleza que Dios le ha brindado durante este difícil proceso que atraviesa.
En su desesperación habla de un hecho que la violencia intenta volver normal como el de los padres sepultando a sus hijos, como sucedió con dos de sus vecinas. “Pero es que al menos ellas tienen a donde ir a visitarlos, así sea en una tumba ahí mal hecha”.
Una dura realidad
Henry Jaimes nació en la vereda Campo Seis y fue recibido en su propio ‘ranchito’ por su abuela, que fue la partera de su mamá. Su crecimiento fue como el de cualquier otro niño que vive en las entrañas del Catatumbo, con muchas necesidades.
Asistió a la escuela hasta que culminó quinto de primaria. Tenía 12 años y decidió no seguir estudiando porque para él de nada servía hacerlo, si el panorama no era para nada alentador.
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Así que, a tan corta de edad, solo le quedaba una sola cosa por hacer para contribuir en el hogar: raspar coca. “Mi Negro se iba por allá a esos cultivos, duraba como unos quince días y después regresaba de nuevo a la casa, llegaba con platica y decía que era para ayudarme. Así duró hasta que cumplió 17 añitos”.
Después de esa edad, se fue de la casa a residir en otra vereda en donde le pedían que permaneciera, pero siempre se reportaba con su familia, mantenía llamándolos para informarles dónde estaba y que estaba bien.
“Duraba meses por allá, luego iba a la casa a visitarnos y así era que mantenía pero estaba bien”, dice la mujer.
La noche del 16 de enero se convirtió en una fecha que ella recuerda con tristeza pues fue el mismo día que el conflicto armado se desató dejándola sin vivienda y desplazada, pero también fue la última vez que pudo escuchar la voz de su querido Negro.
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