Hace 75 años, en una noche de agosto, en Cúcuta, hubo un crimen a manos de un sacerdote y aunque pareciera increíble, la historia no deja mentir y los testigos narraron que una sotana se manchó de sangre. Un cura se convirtió en asesino.
Corría el año 1948, el cura Gabriel Francisco Obeso fue el actor principal y la hermosa Josefina Prada Muñoz, su víctima.
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Cuentan los registros de la época que todo se trató de un delito pasional, causado por los celos desenfrenados del cura costeño, quien se enamoró de la joven cucuteña.
Dicen que el padre Obeso era un cura bonachón, enamoradizo, sufría de asma y era quien ejercía como párroco de la capilla Nuestra Señora del Carmen, ubicada frente al parque La Victoria en Cúcuta.
Josefina era de piel blanca, cabello ondulado algunos cuentan que era menor de edad y otros que ya tenía los 18, que vivía en la misma casa donde se hospedaba el cura y que con alguna frecuencia, la veían haciendo los arreglos florales en el altar de la patrona de los conductores; pero en silencio mantenía un amorío con el hombre de Dios.
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Pasó el tiempo, la joven creció y posó su mirada en un nuevo pretendiente, acto que la llevó a la tumba.
Para el 11 de agosto de 1948, ocurrió lo impensable. Cuentan las crónicas que Josefina fue asesinada de 14 puñaladas, a manos del cura quien tenía una navaja nuevecita comprada ese mismo día.
Según las pesquisas, el asesinato ocurrió en la cama del clérigo, sin poderse establecer por qué ella estaba allí, si había sido traída a la fuerza o había ido por sus propios medios.
El historiador Beto Rodríguez narró que todo se dio porque el cura quiso hacerla suya, pero Josefina lo rechazó con violencia y lo increpó con duras frases que hicieron llenar de cólera al ministro de la fe.
Por algún motivo, que no tiene explicación, Pedro Prada Muñoz, el hermano de Josefina, escuchó los quejidos de su hermana y la llevó en brazos al hospital que quedaba al voltear la esquina, sin embargo, por la gravedad de sus heridas no sobrevivió.
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Mientras tanto el cura desapareció, se quitó la sotana y huyó directo a su refugio. Conocedor del fuero que lo cobijaba como eclesiástico, se dirigió a la casa cural de la iglesia de San José, en ese momento, a cargo del presbítero Daniel Jordán, a quien le narró los hechos.
Cuando las autoridades llegaron a la casa cural, el padre Jordán se negó a entregarlo alegando que debían observarse por su rango y ministerio.
La turba enardecida por lo sucedido pidió justicia, y finalmente, el cura fue llevado a la cárcel. Años después, en 1951, murió sin saberse a ciencia cierta la causa de su deceso.
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