Difícilmente la conversación en torno a los copyrights volverá a estar tan en boga como a principios de año cuando el primer Mickey Mouse que protagonizó el cortometraje “Steamboat Willie” pasó a ser de dominio público. Alex Montagu, abogado neoyorquino de propiedad intelectual, y David Bellos, profesor de literatura y traductor anglosajón de Ismail Kadaré, así lo sabían y por eso no parece coincidencia que su beligerante libro “Who Owns This Sentence?” haya salido al mercado por aquellas mismas fechas.
El texto no sólo es una magnífica lección de historia sobre los orígenes y evolución de los derechos de autor a través de las leyes, tratados internacionales y fallos judiciales que le dieron forma hasta nuestros días, sino que también es un levantamiento literario contra un sistema paquidérmico que, según sus autores, sólo beneficia a las grandes multinacionales. El argumento central es muy claro: nuestro modelo actual de copyrights es absurdo, restringe la producción creativa, no persigue los fines que pretendía cuando se creó y se utiliza de forma abusiva por los grandes jugadores que han construido fortunas gracias a él, transformándolo en una maquinaria que acentúa la desigualdad.
Uno de los mayores méritos de la obra de Montagu y Bellos es exponer las incoherencias internas del sistema de copyrights hasta embargar al lector con la amarga sensación de que este mecanismo de protección está corrompido por el lobby congresional hasta su desfiguración por esteroides frente a otras figuras como las patentes o las marcas. Ninguna de ellas tiene un término de protección tan amplio (muerte de autor más 80 años) ni su opacidad, pues mientras las patentes (20 años) deben registrarse y son públicas, o las marcas (10 años) exigen su uso en el mercado para no perderse, los copyrights se trapichean en privado y se extienden a creaciones tan poco artísticas como las líneas de código de cualquier software.
Como si esto fuera poco, su juzgamiento es enrevesado hasta para los tribunales norteamericanos, donde la implementación por parte de los jueces de razonamientos altamente subjetivos y etéreos, que, incluso, llegan a apelar a las sensaciones que una obra evoca en su espectador, ha abierto la veda para fallos tremendamente volátiles e impredecibles. Esto junto con múltiples decisiones que han estrechado el cerco alrededor de los usos gratuitos permitidos, como el reciente caso Andy Warhol Foundation v. Goldsmith (2023) en el que la disputa alrededor de una fotografía de Prince finalizó con un batacazo durísimo para la doctrina sobre “transformative use” vigente desde el siglo XIX.
Que la vacuna de la COVID-19 que salvó tantas vidas pase a ser de dominio público en 2040, pero que los personajes de franquicias millonarias como Los Simpson, Star Wars o Harry Potter sólo lo vayan a ser en las proximidades del 2100, habla de lo roto que está el sistema de copyrights. Obviamente el trabajo creativo debe ser protegido con una retribución justa a los creadores por su esfuerzo, pero, como bien demuestran Montagu y Bellos, nuestro modelo está pervertido por conglomerados corporativos, autores de la nada, que se lo llevan todo.
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