La Opinión
Suscríbete
Elecciones 2023 Elecciones 2023 mobile
Cultura
Jefferson Ospina explora las tinieblas del conflicto armado en su novela
“Las medidas del engaño” relata la pérdida de inocencia de una generación en Caldas durante el conflicto colombiano, mostrando desilusión y verdades abrumadoras. Lea aquí un fragmento.
Authored by
Image
La opinión
La Opinión
Jueves, 27 de Junio de 2024

La novela del periodista Jefferson Ospina relata las historias que vivió en su infancia y adolescencia en Aguadas, Caldas, teniendo como eje la generación con la que creció que se veía abocada a escoger entre trabajos varios y sencillos o enlistarse en el Ejército en una época álgida del conflicto colombiano, en la década de los 90. 


Conozca: Feria de las Flores 2024: anuncian regreso de las graderías para desfile de silleteros y más de 100 eventos gratis


“Las medidas del engaño”, editado por el sello Random House, es una historia irreverente y llena de inconformidad, que le da voz a una generación desengañada ante las promesas rotas del sistema. 

La historia gira en torno a un grupo de amigos que pierden la inocencia de su infancia y adolescencia en medio del conflicto armado en un pueblo de Caldas, y luego, en su adultez, descubren que toda su vida ha sido una especie de trampa que la guerra y la pobreza les han tendido.

La Opinión publica en exclusiva un adelanto de la novela del escritor colombiano en la que encuentra sus respuestas en las peores tinieblas, sumergido en una guerra que consume a los seres y los arrastra a verdades abrumadoras.

Las grietas

Siete de la mañana. El silencio de mi casa es aterrador. La perspectiva del día que comienza, de cada una de sus horas gastadas entre la estupidez, el hastío y el absurdo, sin embargo, aterra un poco más. 

Siento que cada uno de mis gestos, mis pasos hacia el baño, mi pene inútil vaciando mi vejiga, mi reflejo bruto sobre el espejo, no solo carecen de sentido, sino que constituyen la forma de una locura callada, silenciosa, solapada y, por ello mismo, más odiosa y exasperante. Me baño, el agua corre fría, y vuelvo a pensar.


Lea aquí: Ana María Patiño, una batuta de La Unión que deslumbra en Suiza


La noche anterior dormí poco. De hecho, llevo algo menos de un mes durmiendo poco. El desconcierto me aplasta. Primero fue el silencio descomunal. Casi una idiotez. 

Al día siguiente me preguntaba cómo era posible que aquello, un descenso laboral, esa humillación en mi trabajo, tuviera consecuencias tan profundas, tan radicales.

Al tercer día las preguntas tomaron otro cariz, se hicieron crueles, transparentes, de una simplicidad que desquicia. ¿Quién soy? ¿Qué he dejado de ser? ¿Qué soy o he sido? ¿En qué me he convertido? 

O, incluso, no en qué cosa me he convertido, sino ¿he sido siempre eso? ¿He sido siempre nada más que esto, esta especie de piñón, de mecanismo necio, esto que es menos, mucho menos, que un hombre? Es posible. ¿Un hombre?, me digo mientras me baño. ¿Qué es el hombre? ¿Qué es ser un hombre? Un interrogante despiadado y frío se precipita a diario sobre cada acto, sobre cada pensamiento, sobre cada segundo de mi vida. Y me pregunto si un hombre es esto que soy yo. 


Entérese: Murió en Argentina Sara Facio, la fotógrafa que retrató a las grandes figuras de la literatura Latinoamericana


El tipo de treinta y cinco años que se levanta cada día para ir a su trabajo, que se desgasta a diario en el delirio de su empleo y lee uno o dos libros al mes, o incluso menos, y ve algunas películas, sin más ambición que llegar incólume al día del siguiente salario, y que paga a cuotas su apartamento y desea, cada vez con menos ahínco, un auto nuevo, y sueña con la playa a fin de año o a mitad de año o cuando sea que se pueda, y que procura expoliar cada día la futilidad de su existencia con series de televisión o salidas a restaurantes más o menos prestigiosos, si es que eso existe, sí, si es que queda prestigio —sea lo que sea que eso signifique— en esta ciudad de destrozos; el tipo cuya existencia, cuyo paso por este mundo, se ha reducido al hábito alienado del trabajo, a la observancia desencantada del discurrir de los días acompañados, de vez en cuando, por breves episodios febriles del frívolo placer de poseer, de comprar, de exhibir un poco; incapaz ya de amar, incapaz incluso del frenetismo juvenil del sexo, incapaz del exceso y solo capaz del delirio triste de la vida laboral, del ejercicio de sobrevivir, descreído, embrutecido, reducido, aplastado. 

¿Es eso un hombre?

Mi trabajo. Soy periodista. ¿Lo soy? 

A las nueve de la mañana he leído con una especie de fiebre decadente todos los portales de noticias que hablan sobre esta ciudad y este país. Bueno, exagero, no todos.

He leído los que supongo que vale la pena leer. ¿Vale la pena? Es parte de mi trabajo. De mi delirio triste. A las nueve de la mañana comienza todo. Escribo con una brutalidad que enloquece. Mucho, demasiado, como un trastornado.

Y escribo sobre todo. Bueno, sobre aquello que pueda hacerse viral, aquello que conduzca al clic, aquello que mejore las estadísticas de visitas a la página web que mi jefe presenta cada fin de mes. Escribo sobre el nuevo tatuaje del cantante sex symbol, sobre las fotos íntimas que se filtraron de la actriz reconocida, sobre el video de las experiencias homosexuales del deportista ejemplar…


Infórmese: El sombrero de Carlos Pizarro es reconocido como Patrimonio Cultural de Colombia


Esas cosas suelen estar por ahí, en las redes, en Facebook o X o Instagram. Debo buscarlas, debo recorrer como el más triste desvalido intelectual esas cosas y, si no las encuentro, entonces debo inventarlas. Claro, nadie lo dice de esa manera. Le llamamos «encontrar la noticia», pero en realidad es inventarla.

Digamos que aquella cantante que se ha convertido en la nueva fantasía sexual de todo el país publica una foto en bikini en su cuenta de Instagram.
Mi trabajo en ese caso consiste en escribir un titular que diga algo como: «Se conoce candente foto en la que la cantante x muestra de más». Y bingo, se hace esa pobre magia: hay una explosión silenciosa, los números empiezan a crecer en el contador de visitas, la nota es compartida por miles en redes sociales y algunos días yo llego a sentirme satisfecho, realizado, sea lo que sea que eso quiera decir.

Aunque en general no suele ser de ese modo. Hay en mí un abatimiento y una fatiga y, sin embargo, escribo como un poseso. Me gustaría decir que escribo como una máquina, pero no tengo esa suerte. No es maquinal lo que hago, no. De hecho, hay comprometidos demasiado asco y exasperación como para acudir a la metáfora de la máquina.

No, lo que siento es horriblemente humano… El mundo es una jauría hambrienta, incansable. Me sorprende, pero como un golpe directo a los testículos, ese afán ilimitado que tiene por atragantarse con toda la frivolidad y estupidez y mierda que llenan la vida de sus penosos héroes. Están siempre dispuestos, siempre. Es la regla que no tiene excepción: la estupidez es uno de los mayores impulsos de la humanidad contemporánea. No sé si ha sido siempre así. Ahora lo es. Así que procuro no pensar demasiado. 


Siga leyendo: Silvestre Dangond cumplió el sueño de grabar con Carlos Vives


Me abandono de un modo lamentable a mi trabajo y escribo y navego en Instagram o Facebook o en otros portales, y me ahogo y me extravío y puedo incluso dejar de pensar un poco, solo estoy ahí, escribiendo ya no
desesperado sino indiferente y atroz y crónico agotado, y en algún momento me llega una sordera, una reverberación en los oídos, en el cerebro, y sé que es mejor levantarme por un café, pero procuro no tardar mucho, no sea que la certeza de este gran y obsceno absurdo me alcance, me golpee de frente y se abalance sobre mí y me paralice…

Así que regreso al teclado con cierta urgencia. Pero ya no hay nada que hacer, esta conciencia y esta certeza son irremediables…

Por eso procuro no descansar, por eso me agoto violentamente en el ejercicio de la estupidez. Pero no es suficiente. 

En las noches deseo no poseer esta luz, que no es mucha, sino la dosis exacta que no me permite estar tranquilo, e imagino y anhelo esa felicidad áspera y elemental que llena la vida de tantos obreros.

Soy periodista, me digo.

Pero mis palabras son como bocanadas de bestias ignotas. No tienen sentido. Son elementos inescrutables y horribles, ruidosos, exasperantes.


Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion.

Temas del Día