Es 23 de diciembre de 2010 y el reloj marca las 11:00 de la mañana en Venezuela. Los buses que salen de Cúcuta en dirección a la frontera van llenos, no les cabe ni un ‘tinto’.
Al llegar, en San Antonio del Táchira, cientos de personas caminan alrededor de la plaza Miranda cargados de bolsas en cada una de sus manos, mientras los niños corren a la par.
El movimiento es intenso. Los locales y supermercados están repletos, las compras en vísperas de Navidad no se hacen esperar.
Las sonrisas y las miradas son evidentes, cientos de familias ya están organizando lo que será la cena y hasta el estreno.
Tal cual sucede en Pedro María Ureña, las familias caminan por los almacenes, en todas las entradas diferentes estilos de bluyines y camisas se observan. La ‘pinta’ para las familias nortesantandereanas les sale más económica allí, donde están las fábricas.
Entre comerciantes y clientes, los acentos no se diferencian, colombianos y venezolanos, se saludan como hermanos, sin creer que años más tarde intentarán romper su cercanía.
Lazos rotos
El 19 de agosto de 2015, el presidente Nicolás Maduro ordenó el cierre de la frontera con Colombia, un hecho histórico.
Ciento de carros y buses con viajeros abordo quedaron atrapados de ambos lados. Por Villa del Rosario, sobre el puente Simón Bolívar y en Cúcuta, por el Francisco de Paula Santander, familias se dividieron.
Y aunque siete años después, tras solo permitir el paso peatonal, volvieron a abrirla, ya no fue lo mismo.
Hoy, en San Antonio del Táchira, cientos de locales están cerrados. A las fachadas de las casas se les ha caído la pintura, las calles están deterioradas, los letreros desgarrados ni se logra leer qué quedaba ahí, estructuras a punto de caer, vidrios rotos, santamarías oxidadas y cientos de rostros tristes.
Tal parece que es un pueblo estancando en el olvido, al que el mundo miró solo cuando miles de colombianos salieron deportados y cientos de migrantes tomaban las trochas huyendo del régimen que hasta el sueldo les volvió una ‘miseria’.
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Mientras La Opinión recorría las calles de San Antonio del Táchira se encontró con Juan Camperos, un comerciante que se resiste a dejar su negocio, pese a que durante el día no venda nada.
Él, sentando detrás de la vitrina de su negocio que es una ferretería, se pregunta una y otra vez: “¿volveremos a esos tiempos?”. De su local, con el que ya cumplió 50 años, no se quiere marchar.
A sus 61 años, no quiere dejar lo que con tanto esfuerzo y amor construyó al lado de sus seres queridos.
Toda la vida ha estado allí, por eso con los ojos aguados y nostalgia a flor de piel, recordó a San Antonio como una mina.
“Todo el turismo, todos querían invertir y trabajar en San Antonio porque éramos el puerto de América donde había importaciones y exportaciones, comercios grandes y supermercados. Nuestro pueblo mostraba avance. Hoy, San Antonio no es ni el 10% de lo que era en años anteriores”, aseguró el comerciante.
Ahora las calles están vacías, el comercio en la plaza totalmente solo, los letreros de ‘se arrienda’, ‘se vende’ o los locales cerrados, es lo que queda.
“Hoy en San Antonio no le mostramos nada al que viene, al turista, tan solo soledad y es triste. Somos como una isla que lo único que hace la gente es pasar”, añadió Juan Camperos.
Allá, cruzando el río Táchira, en San Antonio, ya no queda ni la sombra del increíble movimiento de comercio por el que era característico. De acuerdo con la presidenta de la Cámara de Comercio de San Antonio, Isabel Castillo, el 80% de los negocios están cerrados y una gran parte de los comerciantes decidió migrar a Colombia.
Para Miguel Ángel Ojeda, de 51 años, quien es dueño de varios locales, sus esperanzas están puestas en las elecciones presidenciales del 28 de julio, y según el resultado, tomará la decisión de migrar o aguantar otros años más, pese a tener 30 años como comerciante en San Antonio.
Mirando lo que queda de su adorada tierra, recuerda que años atrás, por allí era imposible caminar o hasta estacionarse.
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“Los pocos que hemos aguantado llega un momento donde uno ya se quiebra porque, a pesar de que usted quiera seguir y que usted quiera su pueblo y usted quiera a su país, llega un momento en que uno tiene que ponerse analizar y decir: ¿qué estoy haciendo? Nada. Lo que vendo, no me alcanza, ni siquiera para cubrir el alquiler muchas veces”, manifestó el hombre.
Y aunque no quiere detener sus pasos, ni abandonar su trabajo, las ganas de persistir se acaban poco a poco.
Mientras recorría las calles del municipio, aseguró que cuando la frontera estaba cerrada había algo de movimiento y tenían esperanzas de que con la apertura las ventas mejoraran, pero fue todo lo contrario. La cantidad de ventas que se hace es menor cada mes que pasa.
Y no es solo él, en la cara de sus compatriotas hay tristeza, es como si todo se esfumara y no entienden en qué momento. “Percibo tristeza como nostalgia por querer hacer algo, pero ver que no, que esos sueños no se logran. De pronto usted llega y ya hace lo de comer, pero de ahí usted no tiene más, no tiene planes de decir, yo voy a trabajar duro porque este año voy a sacar la inicial de una casa o la inicial de un carro. Estamos como soportando ahí, a ver hasta dónde nos lleva el barco”, dijo Miguel Ángel.
La gran mayoría está por irse. La precariedad de los servicios hacen que piensen muy bien cómo van a trabajar, pues solo les dan es pérdidas.
Quienes tienen productos refrigerados cada vez que se va la luz lo piensan, porque no tienen planta o porque no tiene dinero para comprar la gasolina y ponerla a funcionar así sea por dos horas.
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