Durante los primeros años del siglo pasado algunos accidentes de tránsito en las carreteras nacionales, especialmente en esta zona del país, donde las dificultades que presentaban las vías montañosas de la cordillera oriental eran verdaderamente deplorables, llamaban la atención de la población y, además, constituían noticias para los medios que eran aprovechadas para llenar páginas de información al más mínimo detalle de las condiciones que los rodeaban y eso que las pocas gráficas que las acompañaban no dejaban nada a la imaginación. Igualmente, si alguna de las víctimas gozaba de algún tipo de reconocimiento, de la clase que fuera, el alboroto que se formaba en torno a las circunstancias y sus consecuencias no se hacían esperar.
Sin contar con los accidentes aéreos, que también eran muy comentados, en estas crónicas relatamos varios de ellos, por la importancia que tenían para familiares y amigos, quienes sentían con dolor las penosas tragedias. Sólo para recordar, el caso talvez, más doloroso es el de las niñas del internado de Bochalema, por todas las circunstancias que lo rodearon y por la clase y calidad de las personas involucradas y otro ocurrido, también a un grupo de estudiantes que regresaban a su hogar a pasar las vacaciones de Semana Santa de 1957, en el puente de Pisarreal, entonces corregimiento de Cúcuta. Ambas reseñas relatadas en detalle y publicadas para la memoria colectiva en los primeros tomos de estas crónicas.
En esta ocasión, el accidente ocurrió en la carretera central que para la época conectaba a Pamplona con la capital del departamento y de la cual apartaban ramales hacia los municipios intermedios, siendo éstos de la mayor peligrosidad debido a su estado, que eran en la práctica verdaderos caminos de herraduras.
Pues bien, este accidente ocurrido a las cuatro y media de la tarde del viernes 5 de julio de 1940 y tuvo como escenario un punto intermedio situado entre La Donjuana y Curazao. Desde Pamplona, el camión mixto, con matrícula de Durania e identificado con el número 019, vehículo que para entonces era el medio de trasporte acostumbrado, que se utilizaba para el desplazamiento tanto de personas como de otros elementos de las más disímiles composiciones, que variaba desde animales –vivos y muertos- hasta fertilizantes, químicos, pesticidas y medicamentos, sin la más mínima precaución, lo que por supuesto, causaba desafortunados contratiempos cuando por razones azarosas éstos llegaban a mezclarse.
Las versiones del hecho relatan que traía exceso de carga y pasajeros desde su salida y que, por esa razón, al tratar de hacer un cambio de velocidad fuerte en una curva, el camión quedó en neutro y sin control, además, el chofer trató de aplicar el freno de mano, el cual se rompió dejando el vehículo a la deriva. Debido a la agreste topografía, el camión siguió bajando y tomando mayor impulso a medida que descendía, sin embargo, el chofer alcanzó a dominar hábilmente el automotor por espacio de unos tres kilómetros hasta que una peña lo detuvo abruptamente, con el infausto saldo de un muerto y ocho heridos, quienes fueron rescatados por los lugareños, en compañía del alcalde de Chinácota Juan Maldonado y el Inspector de Tránsito, quienes practicaron el levantamiento de los cadáveres.
Digo cadáveres, porque cuando empezó su frenética caída, dos pasajeros alcanzaron a lanzarse del camión, Wilfrido Rodríguez y Lucio Jaimes, con tan mala suerte que el señor Rodríguez sufrió tremendo golpe que quedó instantáneamente muerto y el señor Jaimes, con una profunda herida en la cabeza que lo mantuvo convaleciente durante varias semanas.
Como también era frecuente por esos días, del chofer no se supo el nombre, salió ileso y se dio a la fuga, sin que se volviera a saber nada de él, por lo menos, hasta que pasó el tiempo y el hecho quedó en el olvido.
En el camión viajaban, además del propietario Melquiades Silva, el aguador Luis Ardila. Se preguntarán, ¿por qué un aguador? Para aclarar la duda, el aguador era el encargado de mantener el vehículo con el nivel de agua en el radiador y evitar así que el motor se recalentara, debido a los esfuerzos que se debía hacer por los escabrosos carreteables por donde transitaban esos automotores.
Por los azares de la vida, ambos tuvieron heridas menores por lo que fueron dados de alta para atender algunos de los otros accidentados que presentaban lesiones de mayor gravedad.
En lo que aparentaba ser un suceso más en el devenir del tiempo, para los pobladores de Durania resultó ser una desgraciada calamidad social, pues el fallecimiento de uno de sus más ilustres hijos los sumió en la tristeza y el desconsuelo. Don Wilfrido Rodríguez, era uno de los personajes más destacados de la sociedad duraniense que gozaba de un gran aprecio, jefe de un hogar dignísimo, modelo de padre de familia y de hombre de trabajo. Había vinculado su nombre con el más plausible desprendimiento al progreso de esa floreciente población y su muerte se constituyó en la más grande pérdida tanto para Durania como para el partido liberal, del cual era uno de sus líderes locales. Don Wilfrido había sido uno de los fundadores del pueblo y por ello, su fallecimiento se erigía como uno de los eventos más infortunados sucedidos hasta el momento.
Las honras fúnebres del distinguido caballero se realizaron el día once de julio en el cementerio del pueblo con toda la pompa que por esos días se acostumbraba, luego de los homenajes que le rindiera el Directorio Liberal Municipal, que en su sesión extraordinaria aprobara una proposición de reconocimiento por su entusiasta y desinteresado servicio a esa colectividad.
Esta proposición deploraba su trágica desaparición, señalaba sus virtudes cívicas públicas y privadas como dignas de ser imitadas por las generaciones futuras y dejaba constancia de los múltiples servicios que le había prestado al partido y a la sociedad de Durania.
Por su parte, el Concejo Municipal aprobó, en primer debate, un acuerdo por medio del cual se decretaban varios honores para exaltar la figura austera de quien formó parte por mucho tiempo de esa entidad. El entierro de don Wilfrido Rodríguez marcó, para la sociedad duraniense, uno de sus más significativos dramas, que por su espectacularidad quedó en la memoria de todos sus habitantes.
Redacción
Gerardo Raynaud D.
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