Una casa esquinera en el barrio Piedecuesta de Villa del Rosario llama la atención de niños y jóvenes y no precisamente por su antigüedad, sino por los míticos nombres que ha adquirido: ‘la casa de los espantos’ y ‘la casa del duende’.
A algunas personas las vence la curiosidad y se asoman a la ventana de madera, blanca con verde y techos color naranja, que siempre permanece abierta.
La curiosa vivienda guarda 121 años de historia y varias generaciones han vivido en este lugar presenciando lo que muchos creen que solo es un cuento de terror que se ha corrido alrededor del municipio.
Sin embargo, el origen de esta casa data desde que José Basilio Dávila Ortega, un hombre decidido a darle todo a su familia la construyó en 1900, a pesar de que contaba con pocos materiales sumó todos sus esfuerzos y logró levantarla.
La cabuya o el alambre eran muy difíciles de conseguir, por esta razón decidió juntar los palos que funcionaban como vigas y amarrarlos con cuero de vaca, un material sumamente resistente y que permite que la vivienda siga en pie.
Las paredes fueron pegadas con barro y otros materiales artesanales, y el techo fue cimentado con varias hileras de tejas españolas, que se han encargado de proteger el lugar por más de un siglo.
En la parte de atrás, al igual que muchas de las casas del siglo pasado, hay un gran solar con un árbol de mango que alcanza los tres metros de alto y que en años anteriores estaba rodeado por otros árboles pequeños.
La casa fue dada en herencia a Rosa Isabel Dávila, hija de José Basilio, que por distintas cuestiones perdió la vivienda donde vivía anteriormente y era viuda, por lo que había quedado a su suerte con sus siete hijos, todos menores de edad.
Marisela Dávila, una de las hijas de Rosa Isabel le contó a La Opinión que llegó al lugar cuando tenía aproximadamente seis años en la década del 80, por distintas diferencias, tuvo que dormir en el piso con cartones y sabanas ya que la casa estaba totalmente vacía.
Desde el primer día, según recuerda, empezaron a sentir pasos, que alguien los miraba e incluso algunos gritos. Sin embargo, en medio de su inocencia no le daban mucha importancia al asunto.
“Nosotros igual jugábamos, y vivíamos la vida de niños, el solar era muy grande y habían muchos árboles, pero de vez en cuando sentíamos una presencia rara, como si se quedaran mirándonos”, precisó la mujer.
Pero fue Nelson Humberto Dávila, hermano de Marisela, el que alcanzó a ver al curioso duendecillo que según relató también se paseaba por los techos, se escondía entre los árboles y de vez en cuando le tocaba la cabeza.
“Era un cosito, pequeñito, color negro y con un sombrerito, parecía una sombra. No era malo solo aparecía mientras jugábamos, a veces mi mamá le dejaba comida, pero nunca nos hacía daño ni nada por el estilo”, contó.
Marisela, por su parte, contó entre risas que al principio le decían a su hermanito menor que estaba loco y que estaba inventando y fue hasta la siguiente generación de niños que empezaron a creer que la leyenda era verdadera.
Cuando empezaron a nacer los nietos de Rosa Isabel, el solar se mantenía intacto, por lo que también llegaron a jugar en el lugar. Según cuenta la familia, se sorprendieron al escuchar que los más pequeños volvían a hablar de la sombra de la que fueron testigos durante su infancia.
Punto final
A pesar de la constante presencia del misterioso duende, esta familia dormía tranquila en el lugar y no se sentía insegura.
Pero relató Marisela que hace como 12 años comenzaron a sentirse observados en las noches y cuando se despertaban tenían una sensación que no podían describir, los estaban asustando. Fue en ese momento, que decidieron llamar un padre de la iglesia católica, para que bendijera la casa, el se encargó de hacer oraciones y de rociar agua bendita por el hogar.
¿Santo remedio?
Por años adultos y niños dejaron de ver y sentir la extraña presencia, pero hace poco tiempo Rosa Isabel que ya tiene siete décadas de vida, les ha dicho a sus hijos que se ha vuelto a sentir observada.
Marisela le adjudica esta situación a la poca lucidez de la anciana, producto de los años de vida, pero no descarta la situación ya que en las noches, el perro que los acompaña, aúlla y le ladra a la nada, lo que según dice le pone los pelos de punta.
En el recorrido hecho por La Opinión pudo evidenciar que el árbol de la mitad tiene algunas rayas y marcas extrañas, el ambiente que se siente es de tranquilidad y para los habitantes del lugar siempre será real la extraña presencia que los ha acompañado por tanto tiempo.
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