El repicar lento de las campanas de la parroquia de San Isidro Labrador, en Teorama, su tierra natal, anunciaron el último adiós al reconocido sacerdote Ramón Arturo Montejo Peinado, asesinado en extrañas circunstancias, el pasado martes, en un parqueadero de Ocaña.
Mientras las autoridades judiciales adelantaban las audiencias de legalización de captura de dos personas sindicadas del crimen, en el templo que sirvió para su formación sacerdotal se vivían momentos de consternación, desasosiego y tristeza entre familiares y amigos, quienes aún no se explican por qué le arrebataron la vida de manera cruel a una persona que de lo que se encargó fue de servir como guía espiritual a una zona tan convulsionada como el Catatumbo.
Las bancas de la iglesia se llenaron de feligreses agradecidos, principalmente, por la huella que en sus años de entrega y vocación como representante de la Iglesia católica compartió con las comunidades que, como él, solo esperaban que algún día pudieran disfrutar de la ansiada paz en esta zona del país.
“Él era un hombre bueno. Desde niño soñaba con la paz del Catatumbo. Era muy bondadoso, solía apartar el pan de su boca para entregarlo a los más necesitados, pero mire la ironía, uno de los que recibió ese alimento terminó propinándole esas puñaladas para acabar con su vida”, dice impotente y desconcertada Yaneth Madariaga Montejo, hermana del presbítero, quien clama una explicación sobre lo sucedido.
Temprana vocación
Ramón Arturo Montejo Peinado quedó huérfano de padre a sus cinco años y su mamá decidió entregárselo a una hermana de este, Ana Matilde Montejo, para que continuara con su crianza y cuidado, porque las condiciones económicas no le permitían garantizarle una educación plena y adecuada.
Muy temprano, Ramón fue acercado a la Iglesia y dicen que de inmediato sintió el llamado de Dios. Llevar el mensaje de reconciliación a los pueblos estaba escrito en su historia.
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“Le encantaba las sotanas y manifestó la idea de convertirse en sacerdote para llevar la palabra de Dios a los pobres. Estudió la primaria en la escuela urbana Integrada y luego cursó el bachillerato en el colegio Emiliano Santiago Quintero. La nave de la iglesia fue testigo mudo del recorrido de mi hermanito con su andar apresurado para revestirse de acólito y colaborar con el padre de turno”, cuenta su hermana.
Ella lo recuerda como un niño muy querendón, criado en medio de las dificultades, pero forjado siempre con valores, ética y moral. En todo el esplendor de su juventud, Ramón Arturo Montejo les confesó a sus seres más cercanos el deseo de ingresar al seminario mayor ‘El buen pastor’, de Ocaña, y ese sueño pronto se hizo realidad. Convertirse en el mensajero de Dios en la tierra era su misión, afirma de manera desconsolada Yaneth Madariaga Montejo.
El contador público y exsecretario de Hacienda de Ocaña, Wilmar Antonio Santiago Carrascal, lo recuerda como un amigo incondicional. “En las buenas y las malas. No criamos con agua de panela, plátano, yuca y pescado salado. Era muy alegre, les encontraba el lado amable a las cosas para hacer chistes. No hay derecho para que lo asesinen de esa manera”, dice quien también fuera su compañero de estudios.
El evangelizador
La primera misa la celebró en el templo que lo vio nacer en la vida espiritual: la iglesia San Isidro labrador de Teorama; luego pasó a San Calixto, en donde uno de sus mayores logros fue hacer que se instalara una sucursal de la Cooperativa de Ahorros (Coopintégrate), para ayudar a los campesinos de la zona. Estuvo en el sur del Cesar y retornó a la provincia, para instalarse en Convención. Después prestó sus servicios religiosos en la parroquia de San Rafael, en Ocaña, y los últimos años en la capilla de San José, del corregimiento de Buenavista.
Era un apasionado por el fútbol, amante de la música vallenata y con un buen sentido del humor. Su forma de ser le permitió ir ganándose el cariño de las personas y de quienes lo veían como un confidente para descargar en él sus lágrimas y angustias.
“Sus homilías eran muy dinámicas, siempre buscaba los mecanismos para llegar a la gente. Organizaba actividades para ayudar a los más necesitados y los campesinos le confesaban sus penas, para encontrar ese alivio espiritual”, manifiesta el sacristán de la parroquia Monte carmelo, de Convención, Hernán Darío Vila Noriega.
Siempre alegre, siempre radiante y con muchas ganas de ayudar al prójimo sin esperar nada a cambio. Así lo describen muchos. “En su alma hervía un espíritu humanitario. Iba a las veredas a ejecutar obras sociales, participaba en los procesos de liberación de los secuestrados, a tal punto que integraba la Comisión Diocesana de los diálogos regionales de paz”, recuerda Vila Noriega.
Como fiel devoto de San Isidro labrador, patrono de los campesinos, cantaba su canción a todo pulmón para fortalecer la fe en los campos donde compartía actividades comunitarias.
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Defensor a ultranza de la verdad, enérgico en sus discursos e irónico en sus expresiones para rechazar los actos de corrupción. “Soñaba con la transformación de la zona del Catatumbo. Buscaba ese cambio social, era contundente en sus apreciaciones, pero enmarcado en la realidad vivida en el Catatumbo del alma”, señala el sacristán.
Los habitantes del municipio panelero donde estuvo durante cinco años de vida pastoral no entienden el repudiable acto del que fue víctima y que ha movido las fibras de todo un pueblo. “No se entiende el proceder de unos corazones que muerden la mano del amo que les da de comer. Él confiaba mucho en las personas y no sospechó de las puñaladas rastreras propinadas por seres humanos quienes no miden las consecuencias por ambición”, agrega Hernán Darío Vila.
Hoy, el Catatumbo llora a uno de sus hijos ilustres; al hombre que irradió alegría con sus actuaciones, prendió una llama de esperanza hacia la reconciliación, pero al que prontamente le arrebataron la vida y la posibilidad de seguir siendo ese pastor que evangelizaba y llevaba una voz de aliento.
“Que la sangre derramada por este inocente mártir sirva de semilla para alcanzar la paz y reconciliación de los pueblos”, dice acongojado el presbítero y amigo del padre Ramón Arturo, Linersy León Trigos.
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“No soy nadie para juzgar a los agresores, pero que Dios los perdone porque no dimensionaron el gran daño causado a la familia. Estamos destrozados. Mi mamá de 80 años está mal de salud y es muy difícil superar este dolor”, concluye su hermana Yaneth Madariaga Montejo.
El sacerdote Ramón Arturo Montejo Peinado fue asesinado el pasado martes cuatro de junio mientras recogía su camioneta en un parqueadero del barrio Jesús Cautivo, de Ocaña. Las primeras versiones de las autoridades indican que su muerte habría sido producto de una venganza, sin embargo, las investigaciones continúan para esclarecer el hecho.
La rápida acción de la Policía y el Ejército permitió la detención de las dos personas que habrían estado comprometidas en el crimen y que fueron identificadas como José Antony Montilla Jovito y Misael Rodolfo Valdez Pedrosa. El primero de ellos, al parecer, conocía al padre y se había ganado su confianza.
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